miércoles, 6 de noviembre de 2013

EN RECUERDO DEL POETA CERNUDA

 



Lo había estudiado en COU con las urgencias que contagia la Selectividad, pero fue un noviembre, tal día como hoy, que siguiendo la costumbre de leer un fragmento o poema de un autor el día de su muerte, que mantuve durante toda la carrera, cuando me acerqué a la biblioteca de la Facultad, saqué un libro de don Luis al azar, lo abrí, me senté en la esquina de la sala de lectura y leí:



Si el hombre pudiera decir lo que ama,
Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
Como una nube en la luz;
Si como muros que se derrumban,
Para saludar la verdad erguida en medio,
Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de su amor,
La verdad de sí mismo,
Que no se llama gloria, fortuna o ambición,
Sino amor o deseo,
Yo sería aquel que imaginaba;
Aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
Proclama ante los hombres la verdad ignorada,
La verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar anega o levanta
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.
 
 
Hoy es 5 de noviembre. Hace 50 años que Luis Cernuda dejó de escribir. Sentaos un momento. Despejad la mente y leed el poema en voz baja, en intimidad, sin abalorios ni adornos. Sentid la poesía como esencia.
Durante esos dos minutos escasos que tardaréis en llegar al punto final... el poeta estará vivo, cerca de ti.

ADRIPPIeditor

viernes, 11 de octubre de 2013

ALICE MUNRO: Premio Nobel de Literatura.


FICCIÓN
(Fragmento)
por Alice Munro


Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River.
Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros,cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución
de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo
que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían, aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano, agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles
por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del cole-
gio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a ser una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el violoncello— y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se
reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies, pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora, aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título para dar clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River. Compraron aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los
vecinos, algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que cultivaban pequeñas plantaciones de marihuana en pleno monte y hacían collares de cuentas y sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía siendo flaco, de ojos relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar. Y era una época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores,
que Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban demasiado apegados a las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.)
Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá demasiado preocupados para reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la primera entrevista—. Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo una hija de nueve años, y como nació sin padre es responsabilidad únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo
bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y —cuando se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su cuerpo se habría transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera tenido que pagarlo habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve metida en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas
personas les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo y tengo que trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se encogió de hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—. Hay un montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de café. Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da la sensación de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido a preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me he fijado en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente a lo que esa palabra significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
...

¿Enhorabuena, maestra!

ADRIPPIeditor

jueves, 10 de octubre de 2013

ADRIPPIeditor: CONSEJOS A UN ESCRITOR NOVEL.




No es la primera vez que me encuentro con un alumno o una alumna que, queriendo transmitirme sus deseos de escribir, dispara su imaginación plástica describiéndome el espacio de trabajo de sus sueños.

Se sentará en un cómodo sillón rodeado de libros, que se apilan de modo un tanto desordenado sobre estantes de madera que forran las paredes, solo interrumpidos por una puerta corredera y un gran ventanal a sus espaldas.

La música de Bach inunda el aire que remata los sentidos con un aroma de papel y lavanda.

Es el momento de coger la pluma estilográfica de plumín tipo BB que se deslizará por el papel ahuesado de 90 gr. Con convicción, habla de que las palabras surgirán solas.

Me llega a la mente aquel artículo que Camilo José Cela Conde escribió sobre su padre, el nobel, en la revista ínsula, allá por el 92.

Me tomo mi tiempo y le aconsejo:

No pongas música, te distraerá.

No hace falta que estés rodeado de libros porque o te los has leído o no te sirven más que para adornar y eso es muy triste.

No creas que una pluma crea al escritor porque este, si es bueno, podrá escribir con la misma calidad con un bolígrafo de propaganda del banco de turno.

Lleva siempre un blog. No dejes de escribir esa buena idea que te pasa por la cabeza. No confíes ese chispazo a una memoria que no siempre cumple su función. No lo olvides: idea no apuntada, idea perdida para siempre.

Usa las nuevas tecnologías porque son de una gran ayuda. Abandona esa idea romántica de que quien escribe debe de estar enfrentado a lo nuevo. Si quieres mantener una imagen vintage, cómprate una pipa o un sombrero Agatha Christie, pero recuerda que el monje que escribía en aquellos scriptorium medievales usaba la tecnología punta del momento. ¿Crees que renegaría de un buen procesador de textos que evita los errores con la reescritura?

ADRIPPIeditor 2013

martes, 4 de junio de 2013

¿LIBRO ELECTRÓNICO? ¡UNA PERVERSIÓN DEL CAPITALISMO, CHICO!



Durante mi último año de Universidad me compré mi primer ordenador. Atención, un Amstrad PCW 8256. Era una máquina de escribir electrónica con un pantallazo de fósforo verde que hizo incrementar con alevosía y diurnidad las dioptrías de cada uno de mis ojos, que camaleónicas, se dispararon cada una por su lado y sin ponerse de acuerdo en la cantidad.

Era la época en que los ordenadores personales hacían su primera irrupción. Estaban asomando los primeros PC's.

Cada vez que salía el tema de la informática, una compañera de clase gritaba histérica que esas máquinas nos quitarían, a los futuros docentes, el puesto de trabajo. No le entraba en la cabeza que para dar clase se necesitaba algo más que repetir unos datos de forma mecánica.

Hoy el ordenador está integrado en la clase. Es una herramienta, no un protagonista.

Esta anécdota sale del recuerdo porque hace unos días me llegó unas declaraciones del escritor norteamericano Johathan Franzen que catalogaba al libro electrónico como una perversidad del capitalismo y, con cierta sorna, comentaba la aberración de leer un libro en un aparato que era inservible si le caía un vaso de agua encima.

Bien, Mister Franzen, imagine un libro de papel que cambiara el contenido cada vez que usted escogiera la obra que deseara leer.
No sé usted, a nosotros no nos caben más libros en las estanterías, sin embargo en nuestros dispositivos tenemos más de dieciséis mil, en estantes virtuales. ¿Los imagina si estuvieran impresos? Tendríamos que salir de casa, del lugar de trabajo... Espacio, volumen... Vayamos apuntando puntos positivos.

La presbicia. Esa compañera de viaje vital... a partir de cierta edad, claro. No sé usted, pero yo al menos ya voy alejando y acercando el folio para que las letras no bailen, en cambio en el dispositivo electrónico puedo adaptar el tamaño de la letra a mis necesidades. Además esas pantallas retroiluminadas no cansan, en cambio se ven magníficas cuando cae la tarde y no se quiere dejar la hamaca y la lectura, en cuyo proceso todavía me sorprendo cuando llego a una palabra cuyo significado desconozco. Sin embargo ahora puedo consultarlo en el diccionario que llevo en mi dispositivo. ¿Imagina estos aparatos en manos de escolares dirigidos por docentes que no teman que un aparato electrónico los sustituya?

Interesante ¿verdad?

Volvamos unos cuanto miles de años atrás. Estoy dibujando, con la imaginación, al primer escriba que vio a un colega dejar de utilizar las tablillas de barro cocido y sustituirlas por un papiro preparado. Seguro que se llevó las manos a la cabeza gritando que era una abominación del Alto Imperio dejar de usar las imprescindibles planchas de barro para escribir y leer. Imagine entonces cuando se dejó de usar la piel de oveja o pergamino por papel. ¿Demoníaco?
¿Imaginan a nuestros escolares con veinte kilos de barro en la mochila si no hubiéramos roto con las tradiciones? Lo cierto es que si mantuviéramos el pergamino, en invierno, podrían usarlo para cubrirse en caso de frío extremo.

Por cierto Mister Franzen, sus libros los comercializa la editorial de forma digital. Muy buena su novela Las Correcciones.

ADRIPPIeditor 2013

martes, 7 de mayo de 2013

FORMATOS DIGITALES: POR FAVOR, PÓNGANSE DE ACUERDO...


Fotografía: Jodi Harvey


Atención a los datos:

El año 2012 fue el que ha tenido más desarrollo de e-book en España, que es el segundo país en Europa de mayor ventas de dispositivos, alrededor de cinco millones.
No lo decimos nosotros, sino David Pemán de la consultora GIK.
Por otro lado, la Agencia de ISBN puntualiza que el 20 % de todos los libros registrados el año pasado fueron electrónicos.

Sin embargo el español utiliza los dispositivos electrónicos para descargar aplicaciones o leer periódicos o revistas. Se está lejos de las cifras de EEUU.

¿Dónde puede estar la clave de que, aunque haya 30.000 libros diponibles para el lector digital, apenas se consuman?

Acaso se trata de que los libros que ofrecen las estanterías digitales no aprovechan las ventajas de este nuevo formato, es decir, se transpasa el libro en papel al libro digital tal cual.
Pongámonos en esta situación: ¿Imaginan un ferrari con un motor de 5000 cc, aceleración de 0 a 100 en 5 segundos que, en lugar de utilizar su potencial, su dueño lo haga tirar por un caballo percherón?
El ePub3 basado en HTML5, CSS3 y JAVASCRIPT ofrece unas posibilidades inmensas, tan solo hay que utilizarlas.

Por otro lado, según Arantxa Mellado, consultora editorial y responsable del blog Actualidad Editorial, la falta de unanimidad en el uso de un solo formato, ya que Kindle solo admite libros en formato MOBI, Tagus utiliza el PDF o ePub, Sony se esconde tras el formato LRF.

Cuando el comprador de un dispositivo descarga un libro en un formato no compatible se desengaña, no encuentra una adecuada explicación por una atención al cliente y vuelve al libro en papel.

¿Cuáles son algunas de las claves, por tanto, para impulsar el formato digital?

¿No las has cogido?


ADRIPPIeditor 2013

martes, 23 de abril de 2013

SAN JORGE, LA IGNORANCIA Y EL DÍA DEL LIBRO



Queridos lectores y lectoras:

Hoy nos permitimos felicitar a San Jorge, un caballero medieval que se lanzó a defendernos del dragón de la ignoracia, armado de un libro por escudo y de un bolígrafo por espada. Cabalga por llanuras de papel y senderos de imaginación.

Hoy vamos a aparcar nuestras experiencias pedagógicas, literarias o editoriales para recordar los nombres por el que también se le conoce: Cervantes, Homero, Skahespeare, Vargas Llosa, Falcones, Millás, Montero, Grandes, García-Montero, Remarque, Bonald, Joyce, Proust, Galdós, Lope, Quevedo, Garcilaso, Éluard, Wilde...

Hoy vamos a recordar a la dama de blanco que es protegida... Nuestra dignidad como personas que crece al mismo ritmo que nuestra cultura.

Wittgenstein dijo: «Los límites de mi lengua son los límites de mi pensamiento.» Y nosotros añadimos: «Los límites de mi pensamiento son los límites de mis lecturas.»

Felicidades a todos y todas  y por supuesto: FELIZ LECTURA EN EL DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO.



ADRIPPI EDITOR 2013

martes, 16 de abril de 2013

ESTRATEGIAS DE MARKETING PARA QUIENES NO SE HAN DADO CUENTA DE QUE SON LECTORES.

Teníamos el espacio y el entorno, teníamos los libros y los lectores, hasta disponíamos de un gran cartel con los derechos del lector, que alguien con gran paciencia había diseñado y colgado de una de las paredes.
Ahora nos faltaban las estrategias de marketing; sí, habéis oído bien, de marketing, porque debíamos "vender" aquella biblioteca para que los alumnos, posibles lectores, se acercaran a disfrutar de algo que para ellos, hasta ese momento, era una obligación.

¿Qué hacer?

Corrió por el centro el rumor de que un profe de lengua daba un carné divertido y, ya conocemos a los chicos, cuando se regala algo todos acuden a ver qué es, principalmente por si puede comerse.


La acción no tenía nada de particular, pero aquello llamó la atención y comenzó a funcionar un sistema de préstamo asociado con la técnica de "economía de fichas".
Expliquemos un poco todo esto.
Cada libro que un lector se llevaba y devolvía, con un pequeño resumen, tenía como consecuencia un pequeño sello en uno de los cuadritos que se encontraban, dibujados, en la base del carné. En total siete.
Cuando un alumno superaba el número de libros leídos, se le entregaba el siguiente, que era de color diferente y categoría superior:

1.- Lector principiante.
2.- Lector algo menos que principiante.
3.- Lector que empieza a ser serio.
4.- Lector, a secas.
5.- Lector que empieza a ser importante.
6.- Lector con algo de experiencia.
7.- Lector experto.
8.- Lector que roza el sobresaliente.
9.- Lectorazo.
10.- Maestro lector.

Las categorías, es cierto, tenían una denominación un poco particulares, pero esa era la idea: Salirnos de lo normal y crear una nomenclatura propia. Lo cierto es que para llegar al final, un chico debía de pasar por 70 libros. Era impensable, pero era una bandera sobre una cima. Nos dábamos por contentos si llegaban a 20 al año. Os aseguro que algunos lectores llegaron a superar los 35.
Alguien reirá con incredulidad. Ojo eran libros adaptados a sus niveles al estilo de Barco de Vapor, de Tucán, de Ala Delta... No se trataba de El Quijote.

Lo cierto es que aquello empezaba a funcionar...

Adrippi 2013