viernes, 11 de octubre de 2013

ALICE MUNRO: Premio Nobel de Literatura.


FICCIÓN
(Fragmento)
por Alice Munro


Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River.
Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros,cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución
de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo
que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían, aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano, agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles
por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del cole-
gio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a ser una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el violoncello— y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se
reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies, pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora, aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título para dar clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River. Compraron aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los
vecinos, algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que cultivaban pequeñas plantaciones de marihuana en pleno monte y hacían collares de cuentas y sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía siendo flaco, de ojos relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar. Y era una época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores,
que Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban demasiado apegados a las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.)
Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá demasiado preocupados para reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la primera entrevista—. Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo una hija de nueve años, y como nació sin padre es responsabilidad únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo
bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y —cuando se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su cuerpo se habría transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera tenido que pagarlo habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve metida en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas
personas les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo y tengo que trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se encogió de hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—. Hay un montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de café. Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da la sensación de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido a preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me he fijado en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente a lo que esa palabra significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
...

¿Enhorabuena, maestra!

ADRIPPIeditor

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